Paralelamente a estos colectivos, se movía toda una
muchedumbre de porteadores; carreteros; maleteros; vendedores ambulantes,
“guías turísticos”, generalmente golfillos de muelle que invitaban a los
viajeros y marineros a visitar los comercios, o burdeles de la ciudad, con el
reclamo de ¿signorina, señoritas,
mister?. Cuando se prestaba la ocasión se dedicaban al
margulleo, arrojándose a la bahía para rescatar algunas “perras” de cobre que
viajeros y tripulaciones arrojaban como divertimento desde las bordas de los
barcos. Otra manera de supervivencia empleada por estos golfillos o
palanquines, consistía en rasgar los sacos de granos o de azúcar estibados en
los muelles, siendo una verdadera pesadilla para los guardas del puerto. En
ocasiones, atacaban con el mismo propósito a los camiones que transportaban
estos productos a los depósitos de la comisaría de abastos, así como a los que
llevaban hacía el muelle las cargazones de caña de azúcar procedentes del
Valle de Guerra, y que eran embarcados hacía Gran Canaria, en los últimos
veleros dedicados al cabotaje. Otra modalidad de ganar algunas perras,
consistía en limpiar con trozos de estopa amarradas al extremo de un alambre,
los bidones de 500 litros
de aceite vacíos que se remitían a España. Los restos de aceite así extraídos,
se vendían en los bares y casas de comidas de la ciudad.
Toda esta muchedumbre, podía verse desde la madrugada, sentados en los muros del incipiente muelle de Rivera, o deambulando hasta las casetas del consumo y de aduanas, o arrimados a la farola, en espera de alguna oferta eventual de trabajo, o tratando de combatir el frío de la madrugada fumando un Kruger o consumiendo algunas “cañas-cortadas” en el bar “Perico”, de la calle del Sol,
Pero centrémonos en el velero Joven Gaspar. Por los
años 50 en las islas y especialmente en la de Tenerife, una considerable flota
de veleros había sido dedicada a la pesca de altura, y al cabotaje con
cargas de piedras de cal, caña de azúcar etc. Estos barcos que en mejores
tiempos habían sido el orgullo de armadores y astilleros, se veían ahora
relegados al ostracismo, víctimas del empuje de las máquinas de vapor. Muchos
de ellos fueron reacondicionados como “viveros” y dedicados a la pesca de la
Chopa y la Sama
en aguas del continente, no tardando en sucumbir al ímpetu de las nuevas
técnicas. Ante esta tesitura, los propietarios que se resistían a desprenderse
de sus embarcaciones si no le sacaban un buen beneficio económico, aprovecharon
la ocasión que la emigración clandestina les ofrecía para deshacerse de los
barcos, obteniendo un buen rendimiento, empleándolos de manera subrepticia en
el transporte de masas de famélicos canarios que iban en busca de tierras de
promisión.
Estas masas han sido víctimas de la explotación caciquil,
que ha imperado desde los aciagos días en que las islas fueron conquistadas por
los europeos, manteniéndonos en la más absoluta y abyecta sumisión, y en una
pobreza secular de la que solamente se podía salir escapando del dominio
español, y del de sus fieles perros guardianes, los caciques y oligarcas
canarios. Desde siempre, los canarios hemos sido objeto de venta e intercambio,
por parte de las clases dominantes en todas las épocas. Desde los
primeros tiempos de la conquista y en años posteriores, fuimos apresados y vendidos
como esclavos en los mercados españoles. Posteriormente, se nos obligó a formar
parte de las expediciones que los conquistadores españoles emprendían, para
saquear y masacrar pueblos, erradicando de cuajo a culturas milenarias,
en nombre de un Dios tan despiadado como ellos, quizás porque los hombres
tienden a adoptar dioses que se asemejen a su imagen y sentimientos.
Cuando convenía a los intereses de la supuesta nobleza
local, y a la oligarquía, usaban a familias canarias para poblar las colonias
americanas; a cambio, éstas podían exportar algunas pocas toneladas de
mercancías, estableciéndose así el tributo de sangre que tuvo vigencia durante
casi dos siglos. Desde siempre nuestra subsistencia ha dependido de los ciclos
económicos que nos ha impuesto la oligarquía local en función de sus intereses,
los que siempre van dirigidos a la obtención de beneficios fáciles y rápidos,
sin que jamás haya existido una política de planificación de recursos a largo
plazo, limitándose a generar productos de rápida salida, y de demanda
coyuntural en Europa. Todo ello queda reflejado en los ciclos de producción:
primero fue la caña de azúcar, después la vid, posteriormente la cochinilla, a
continuación el plátano y el tomate, productos que están siendo desplazados de
los mercados tradicionales por las producciones españolas, marroquí y del área
dólar, y por último, el monocultivo del turismo de masas, que es más endeble si
cabe que los anteriores, pues basta que se produzca el menor conflicto en
Europa, para que todo el tinglado erigido en torno al mismo, se derrumbe como
un castillo de naipes. De repetirse el ciclo, nos dejarían un país totalmente
arruinado, con el medio ambiente totalmente destruido, los acuíferos
esquilmados, las tierras de cultivo cubiertas de capas de asfalto y bloques de
hormigón, con inmensas moles de apartamentos donde meter cabras, pero no
tendríamos ni un manchón de hierba con que alimentarlas. En fin tendríamos un
país devastado en aras del becerro de oro cuyo culto promueven los inversores
europeos, y al pueblo canario nos tocará como siempre, reciclar los restos, en
espera de otro ciclo económico orquestado por las finanzas españolas.
En los años cincuenta, años de penuria de toda índole de
que hemos venido hablando, los armadores vieron en la emigración clandestina,
una fórmula para desprenderse de sus viejos barcos al tiempo que obtener pingüe
beneficios, como hemos apuntado. Ello les llevó a alentar, cuando no a fomentar
la existencia de las mafias de la emigración clandestina simulando la venta de
navíos a personas que actuaban como hombres de paja, y en ocasiones simulando
el robo de los mismos.
El periodista Monty, en un interesante artículo publicado
el 17 de septiembre de 1989, en “La
Prensa del Domingo”, nos relata la que fue la última
aventura marinera de la Joven
Gaspar. Dado la indudable notoriedad del mismo,
reproducimos algunos pasajes que consideramos del máximo interés para una mejor
comprensión de la situación social en que se vivía en canarias en los años cincuenta:
“El Canario, a pesar de su secular cariño por sus islas natales, a lo largo de
la historia de su colonización, por diversas necesidades se ha visto en la
penosa disyuntiva de tener que emigrar de su Patria, para obtener una mejoría
económica y social en su estatus de vida.
Desde finales del siglo XIX y en el transcurso de más de
la mitad del pasado (siglo XX), se han sucedido diversas corrientes migratorias
hacía los países del área de Sudamérica; principalmente los puntos de recepción
han sido Cuba, el primero, después Argentina; y más tarde Venezuela.
Esta última, y por tanto la más reciente, tuvo como
principales causas las secuelas apocalípticas de la guerra civil española,
unido al posterior conflicto bélico mundial.
“Estos factores repercutieron sensiblemente
en nuestro archipiélago, en donde por su lejana situación geográfica, la
pobreza, los racionamientos alimenticios y el paro eran unos poderosos
condicionamientos que incidieron en el flujo migratorio hacía dicho país”.
Hubo también otros
motivos importantes para generar el ciclo. El dominio y la opresión de las
ideas políticas del vencedor sobre los vencidos (situación que venimos
soportando hace más de quinientos años) Muchos de ellos, los que lograron sobrevivir
a las diversas represalias, optaron por abandonar su fraternal mundo de
vivencias en búsqueda de nuevos horizontes desconocidos y más óptimos. Los
estados unidos de Venezuela, por aquellos años, se mostraba a los cansinos ojos
de los isleños como la tan deseada tierra de promisión.”
Allí, nuestros conmatriotas encontrarían los medios de
subsistencia para ellos y sus familias, al tiempo que aportaban su
esfuerzo personal al engrandecimiento del gran país caribeño, Muchos de ellos
afirmaron profundamente sus raíces, multiplicando su descendencia y bregando
como un venezolano más por el engrandecimiento del país que les dio cobijo y
del cual hicieron su nueva patria. El flujo migratorio fue de tal magnitud, que
los residentes y descendientes de canarios superan con creces el millón
de almas. Como consecuencia, podemos afirmar que, todas las familias canarias
tenemos en mayor o menor grado de parentesco, algún familiar residente allí. No
todos tuvieron la suerte de encontrar su dorado en la hospitalaria tierra, un
gran número de éstos, después de una estancia más o menos larga, decidieron
regresar a sus hogares de origen, con desigual fortuna. Unos, con el fruto de
su tesón y esfuerzo lograron mejorar su situación y la de los suyos, otros,
aunque no lograron triunfar, han regresado a sus hogares cargados de
recuerdos y vivencias que les han enriquecido el espíritu.
Frente a la playa de San Antonio, entre panzudas gabarras
del carboneo y algunos pequeños barcos de contrabandistas apresados por el
patrullero Malaespina, se
mecían suavemente varias goletas de la factura de Canarias, entre las
cuales destacaba la silueta de la goleta Joven Gaspar.
En cubierta, el viejo marino y su perro encargados de la
vigilancia del navío, observaban los movimientos del bote que se acercaba a la
banda del barco; en este viajaban dos personas, las cuales solicitaron
permiso para subir a bordo. Una vez en cubierta se presentaron al anciano
vigilante; uno iba en representación del propietario del velero, el otro,
representaba al nuevo dueño. Con esta visita se iniciaban los prolegómenos del
último gran viaje de la goleta, y el fin de la misión como vigilantes del
anciano y su perro.
Las gestiones para recaudar el dinero necesario para la
compra de la Joven
Gaspar , se habían llevado a efecto en los bajos del puente
Serrador, además de otros puntos de la isla, entre ellos, La
Matanza y el Puerto de la
Cruz. En Santa Cruz, según don Faustino Miranda Acosta,
pasajero en la aventura de la
Joven Gaspar ,
el contacto con los organizadores y posterior acuerdo, lo llevó a cabo en la
calle de la Noria Baja ,
con don Domingo “el majorero”, natural de La
Matanza y posiblemente el cabecilla de la organización en
aquel pueblo, como veremos más adelante, y la esposa de éste que le acompañaba
en las reuniones en que trataba de los futuros embarques.
Veamos la manera en que contactó don Faustino con los
mafiosos: éste se fue aproximando disimuladamente a una reunión que mantenían
algunas personas (debemos tener en cuenta que por esas fechas, cualquier
reunión de más de tres personas en las calles era ilegal), logrando informarse
y a continuación comprometerse para formar parte en el hipotético viaje,
acordando el precio del pasaje en 3.000 pesetas, cantidad muy importante en
aquellos años de penurias económicas.
Posteriormente, después de haber pagado la cantidad
acordada, los futuros pasajeros debían reunirse en unos puntos determinados
previo aviso o consigna para ser conducidos hasta el lugar de embarque.
Amparados por la oscuridad nocturna, un viejo camión cubierto por un encerado y
precedido por un coche, iba recogiendo en el trayecto hacía el punto de
embarque a los furtivos viajeros. El automóvil, a cierta distancia, hacía
paradas frecuentes e indicaba con señales luminosas que la vía estaba franca de
la presencia de la guardia civil. Una de las paradas tuvo lugar a la entrada de
La Laguna junto a la
Cruz de piedra o del “Humilladero”, en esta parada, abordó el
camión de transporte don Faustino Miranda Acosta quien se unió a los hacinados
viajeros.
Por la traquearte carretera llegaron a la altura de San
Diego, desde donde tomaron la antigua carretera del norte. Sin mayores
contratiempos llegaron al municipio de La
Matanza haciendo una parada en un lugar próximo al Barranco de
Cabrera; en ese lugar tomaron el mando de la expedición don Fidel Nicolás Yánez
Pérez y don Nemesio García, ambos pescadores de profesión y expertos
conocedores de las vías de acceso hacía el Caletón en las costas de La
Matanza de Acentejo. El primero de los citados, era el
encargado por los organizadores de Santa Cruz de recibir a la famélica carga
humana y conducirla a través de unas veredas de difícil tránsito durante el
día. Imaginemos a los expedicionarios trasladándose de noche sin luces y con
pleno desconocimiento de las mismas. La columna se dirigió al lugar de espera
previamente acordado que era una oculta cueva en la costa conocida como de
“Callado Menudo”.
Los expedicionarios, iniciaron una larga y penosa marcha
en plena noche, por los abruptos acantilados de La
Matanza de Acentejo por veredas apenas aptas para el paso de
cabras. Podemos imaginar el riesgo que supuso para las 140 personas el tránsito
por aquellas laderas sin poder hacer uso de hachos o lámparas de carburo con
que alumbrar el camino, por el temor de ser detectados por la guardia civil o
somatenes de los pueblos próximos.
Amanecía, cuando llegaron al refugio de la cueva de
“Callado Menudo”, donde se ocultaron durante dos días, muchos de ellos sin
alimentos pues no estaba prevista una espera tan prolongada, por lo que los
viajeros menos previsores no portaron vituallas. El agua potable para el
consumo la cogían de una galería abandonada y de un manantial que aún existen
en el lugar conocidos como “La
Brebera ”
Teóricamente, esta operación se llevó con la máxima
discreción, aunque hoy se sabe que las autoridades de una manera u otra tenían
conocimiento de la misma, pero no actuaron por condescendencia hacía sus
propios familiares y amigos de aquel término municipal. De otra manera ¿cómo se
hubiese explicado la presunta ignorancia de la permanencia de 140 personas
relativamente ocultas durante más de 48 horas, hambrientas por la imprevisión
de la estadía, e imprudentemente tendidas al sol, o merodeando por los
alrededores, expuestas a la visión de los moradores de las zonas costeras del
Sauzal, o de los ocasionales visitantes del Caletón?. Creemos que se contesta
por sí misma.
Los viajeros, inmersos en la zozobra de la angustiosa
espera, como es natural, eran ignorantes de los acontecimientos que, mientras
tanto, tenían lugar a bordo del Joven Gaspar. En la goleta, habían
surgido desavenencias entre el patrón de la embarcación y el nuevo propietario
de la misma, don Álvaro Padrón; negándose el patrón a fondear en la ensenada
del Caletón, en la costa matancera, para verificar el embarque de los
emigrantes.
Este hecho pasó desapercibido para los viajeros, no así
para los experimentados pescadores del lugar que capitaneaban la recepción.
Éstos, con gran estupor vieron como el velero no se detenía pasando de largo
rumbo al Oeste. Acto seguido, desde el refugio natural de “Piedras Negras”, se
botó al agua el más veloz de sus botes a motor y salieron en persecución del
ágil velero, que gracias a la suave brisa que soplaba en esos momentos no había
desarrollado aún toda su velocidad; pudiendo ser alcanzado y abordado a la
altura de Buenavista del Norte.
Abordado el navío, los perseguidores pudieron ver cómo al
representante del propietario de la nave (un hermano de éste), parte de la
tripulación le tenían acorralado, impidiendo con esta acción que se ejecutasen
sus órdenes de fondear el barco en la ensenada del Caletón. De la actitud
adoptada por el patrón y parte de la tripulación, se deduce que éstos no tenían
conocimiento del verdadero destino del buque.
Tras un forcejeo verbal, los tripulantes de la chalupa
perseguidora se hacen dueños de la situación y obligan al recalcitrante patrón
a dar la orden de virar en redondo, y poner rumbo a la rebasada ensenada para
recoger a los atribulados viajeros. La falúa perseguidora precedió al velero
para alertar a los emigrantes, no sin antes haber dejado a un grupo de
retén a bordo de la Joven Gaspar ,
para evitar un repentino cambio de actitud por parte del patrón.
La goleta permanece al pairo hasta el anochecer frente al
lugar, arribando a la cala de noche, actuando como práctico don Ramón Yánez
Pérez, quien tenía un profundo conocimiento de los fondos del lugar. Al abrigo
de los vientos, fondean; mientras en las falúas del citado Nicolás, la de un
tío de éste, don Ernesto Yánez de la Cruz ,
y la de don Cirilo Carrillo, comienzan a embarcar a los integrantes de la
expedición.
El primero en terminar es Nicolás, quien iza su falúa a
bordo de la goleta. Los restantes se demoran en la búsqueda de más viajeros y a
altas horas de la madrugada se ven en la obligación de salir a mar
abierta para alcanzar a la goleta que, por temor a las luces de la inmediata
aurora, había largado velas y cogiendo brisa se alejaba de nuevo rumbo al
Oeste. La falúa más veloz de las dos restantes, la de Ernesto, va acortando
distancia acercándose paulatinamente al barco, mientras, le hacían señales
luminosas, prendiéndole fuego a una camisa previamente empapada en gasoil y amarrada
a un remo, logrando que éste conecte visualmente con ellos y se detenga
acortando el velamen, aguantando a la capa el abordaje de los retrasados. Ya
embarcados, se trinca a bordo también la motora de Ernesto, y trasvasando todo
el combustible al depósito de la retornante, la de Cirilo; se despiden
emocionadamente de él y de sus tripulantes, mientras se alejan rumbo a alta
mar. Gracias al aporte de combustible, la lancha de Cirilo pudo alcanzar la
tierra retomando la línea de la costa rumbo hacía el refugio del Caletón, en La
Matanza.
De nuevo en ruta la
Joven Gaspar , a don Ginés, el patrón, le esperaba una
nueva sorpresa; se le presenta la persona que se iba a encargar de pilotar el navío
hasta su destino. Éste era un tal Cejas, un represaliado político del régimen
franquista, el cual había sido desposeído de su título de piloto por cuestiones
políticas y hasta la fecha, se había ganado la vida trabajando como apuntador
de carga en los muelles de Santa Cruz, donde fue reclutado para dirigir la
derrota hacía América de la
Joven Gaspar. A este marino, los que aún sobreviven a
la odisea del viaje, le deben el haber llegado sano y salvo a Venezuela.
Aún quedaba pendiente el tema de los víveres para el
viaje, que estaban escondidos con los útiles de cocina en un lugar del Puerto
de La Cruz , donde además
les esperaba un nutrido grupo de viajeros. Ante la posibilidad de que pudieran
crear problemas al pretender embarcar, estando el velero ya sobrecargado con
150 personas, entre ellas dos mujeres y dos niños, deliberan sobre la
imposibilidad de adentrarse en el Océano sin provisiones y casi sin agua, pues
ello equivaldría a un suicidio colectivo.
Ante esta disyuntiva, un herreño llamado Matías, les
propone la posibilidad de poner rumbo hacía su isla, hasta el término de
Sabinosa; allí tendrían la posibilidad de encontrar la suficientes provisiones
para toda la travesía. El hecho de que el tal Matías llegase a un acuerdo con
el patrón, o con el apoderado del dueño del barco para recoger a otros viajeros
en la isla del Hierro, hace suponer la total seguridad de encontrar las
provisiones esperadas, razón por la cual decidieron iniciar la travesía
abandonando las provisiones y el agua también almacenadas en el Puerto de la
Cruz , traicionando y defraudando a los viajeros que esperaban
en dicho puerto. De acuerdo con el herreño Matías, arrumban al faro de Orchilla
y, tras rebasarlo, fondean en una ensenada del citado pueblo.
Llegados a dicho lugar, entran en contacto con unos
pescadores, los cuales les sirven de guía para entrevistarse con unos
agricultores, quienes manifiestan su deseo de viajar a Venezuela, a cambio
aportarían las provisiones necesarias para la travesía, costeándose así el
precio del pasaje. Cerrado el trato, consiguen requisar cuatro vacas, dos
cochinos, papas, judías, harina, gofio, quesos, higos pasados; en suma todo lo
que pudieron aportar los nuevos viajeros.
Conducido hasta la playa y sacrificado a la orilla
del mar, el ganado fue debidamente salado y convertido en tasajo, y se estivó
en los pocos resquicios que en la bodega dejaban libre los pasajeros. El resto
de las provisiones fueron transportadas a lomos de bestias desde el interior de
la isla por los parientes de los nuevos expedicionarios herreños; se hizo
acopio de toda el agua posible, utilizando para ello bidones de combustible que
fueron trincados en cubierta. Cuando tenían todo el bagaje a punto, fueron
alertados de la próxima presencia de la guardia civil que habían sido avisados
por algún confidente de los muchos que este cuerpo represivo suele utilizar en
las islas.
Ante este nuevo contratiempo, largan velas de manera
apresurada, y la Joven Gaspar
daba la popa de manera definitiva a la isla del meridiano cero, el 23 de junio,
comenzando la gran aventura. En las costas, las lúdicas hogueras resplandecían
dando el postrer adiós a la bella y gallarda estampa marinera de la goleta, que
arrumbaba de nuevo al Oeste en busca del nuevo mundo y de la tan anhelada
tierra de promisión.
El fino y esbelto tajamar hendía las
olas, empujado por un suave viento que soplaba por la banda de estribor y que
trasmitía su alegre temblor por todo el aparejo. En el timón se iban turnando
las sucesivas guardias que los alejaba de las islas de su nacimiento y los iba
acercando paulatinamente, hacía su objetivo final. Durante los primeros días de
navegación, los pasajeros que no estaban habituados a navegar sufrieron las
naturales molestias de los mareos, hasta que se fueron adaptando
progresivamente a los balanceos del velero.
Como habían zarpado sin utensilios de cocina apropiados
para cocinar tantas raciones, optaron por improvisarlos, cortando por la mitad
algunos bidones, los cuales hicieron las veces de grandes calderos y con unos
botes a los que se le amarraron unos palos se hicieron cucharones para remover
y servir las raciones. El viajero mejor alimentado con el producto más fresco
era sin duda el gato de a bordo, quien hacía su agosto con los peces voladores
que después de chocar contra las velas caían aturdidos en cubierta.
Durante la primera etapa del viaje, el consumo de
alimentos y bebidas fue desmesurado, debido al hambre crónica que hacía mella
en la mayoría de los viajeros, y por la ignorancia que tenían en cuanto a la
duración del viaje. Esta situación motivó una seria deliberación, y decidieron
racionar las provisiones. El encargado de racionar el agua era un tal
Hermógenes, quien distribuía un cazo diario por persona, pero como siempre sucede,
no faltaban los listillos y aprovechados, algunos de éstos, desarmando las
tuberías de refrigeración de los motores de las falúas introducían estas hasta
el fondo de los bidones succionado cuanta agua les apetecía, en detrimento del
resto de los pasajeros. La escasez del líquido elemento tomó tales proporciones
que los responsables se vieron en la necesidad de utilizar agua del mar
mezclándola en partes proporcionales con agua dulce para cocer los alimentos.
Debido a estas penosas condiciones de vida a bordo; unido
a la natural impaciencia por tocar puerto; comenzó a reinar entre los viajeros
el desasosiego. La tensión entre los tripulantes era mucho más álgida, llegando
a formarse dos bandos claramente diferenciados. De un lado el patrón y sus tripulantes;
de otro, el piloto con el apoderado del dueño del velero y los propietarios de
las falúas y algunos pescadores, entre ellos Ruperto García Yánez y José Lucas
Ravelo quienes se costeaban el viaje con su trabajo personal en cubierta.
Las diferencias entre ambas facciones estaban motivadas por el comportamiento
de don Ginès, el patrón, quien se negaba a recibir órdenes del piloto, Sr.
Cejas. Cuando se producía el cambio de guardia, el patrón aprovechaba para
enmendar el rumbo de la embarcación, que previamente había marcado el piloto,
consiguiendo de esta manera sacar de su ruta correcta a la goleta. A don Ginés
le costaba admitir que los conocimientos de un patrón de costa no eran
suficientes para la gobernación de altura, donde como es natural carece de
puntos de referencias costeros para situar al buque, por ello, el piloto tenía
que corregir con el sextante el rumbo del barco en cada cambio de guardia,
viéndose obligado a amonestar la temeraria conducta del tozudo patrón.
La situación a bordo era bastante tensa, hasta que los
viajeros comenzaron a notar las cálidas temperaturas y un elevado índice de
humedad; que presagiaban la proximidad de tierra. Ésta situación ambiental
motivó algunas ligeras tormentas con ocasionales lluvias que provocaron el
natural regocijo de los expedicionarios, quienes pudieron refrescar sus resecas
gargantas y remojar su acartonada piel. Este hecho elevó la moral de
tripulantes y viajeros, quienes más animados y con el velero bien orientado,
avistaron tierra a los pocos días. Sobre la arribada existen dos versiones: la
primera la facilita don Ernesto Yánez de la
Cruz , quien afirma que, el barco había derivado algo al Sur y
hubo de entrar por el “Paso de la serpiente”, entre Trinidad y el delta del
Amacuro, en la costa venezolana. Siendo después impulsado por la fuerza de la
corriente de los diversos caños de la desembocadura del río Orinoco, el barco
remontó hacía el Norte, dentro del golfo de Paria, para salir nuevamente al mar
Caribe por el estrecho del Dragón. La otra versión, más simple, es la relatada
por don Fidel Nicolás quien declara que arribaron directamente a los islotes de
los Testigos, viéndose al oscurecer completamente rodeados por rocas. Ante esta
evidente situación de peligro, con grandes precauciones lanzó el escandallo y
se tomaron sondas que fueron dando repuestas de 3
a 3,5 brazas, lo que según expresión de algunos viajeros
motivó el que algunos “se cagaran de miedo”.
Con la quilla rozando fondo, esperaron el amanecer y con
la subida de la marea, tomando precauciones y sondeando periódicamente de
nuevo, lograron salir de los peligrosos escollos; acto seguido pusieron rumbo
hacía el Puerto de la Cruz.
Hacía ya 27 días que habían dejado a popa la isla del Hierro,
por consiguiente la fecha era la del 21 de julio de 1950. Al dejar atrás los
Testigos, divisan a otro barco en su travesía. Era un velero con tripulantes
negros, pescadores de la isla de la
Martiníca. Entablan contacto con éstos y gracias a un viajero,
un tal Rosales, que hablaba inglés y quien actuando como interprete solventó la
situación; consiguieron algo de pescado fresco, arroz y funche a cambio de
algunas bebidas alcohólicas; comprueban la posición exacta del barco con sus
respectivas cartas náuticas, y después de recibir de los pescadores una
carta más ampliada de la zona, la goleta tinerfeña enfila de nuevo su rumbo
hacía la costa venezolana. Puerto de la Cruz
se muestra ante los cansados y hambrientos emigrantes el 24 de julio de 1950.
Han alcanzado su primer objetivo.
Arrumban hacía el interior del puerto, pero los
contratiempos no habían concluido, y son interceptados por una lancha
patrullera de la armada de Venezuela que al comprobar su procedencia
ilegal los escolta hasta un fondeadero. Allí les ordenan largar el ancla; y el
piloto aprovecha la maniobra para abordar un petrolero, logrando romper el
bauprés de la goleta.
El heroico viaje del Joven Gaspar, finalizó
siendo remolcado hasta un apartado fondeadero del puerto de La Guaira , donde con el transcurso
del tiempo su esbelta y gallarda estampa marinera poco a poco fue adquiriendo
la forma de un anónimo esqueleto ante el empuje de desconocidas y despiadadas
herramientas de desguace.
Eduardo Pedro García Rodríguez
Eduardo Pedro García Rodríguez